Esa tarde que tu mirada no dejaba que la mía se aleje, me perseguías con tu constante deseo de hacerme reír. Yo no me daba cuenta o tal vez no quería ver que allí estabas, vos y tu enfermedad. Y de este lado, la mía. Dos desconocidos infectados por el mismo germen. Tratando de descifrar tus síntomas me olvidé de los míos.
Una noche hablamos y no paramos. Sin embargo, era yo la que palabra tras palabra te hacía imaginar un mundo. Y vos, simplemente, me escuchabas atentamente. Dijiste que no podías parar de ver cada una de mis historias en tu mente. Colores, bigotes, pies chiquitos, alegrías, lágrimas, chascos y un sin fin de cuentos que te hicieron reír.
Y no me preguntes por qué, la borrachera se me pasó con un café. El humo y el aroma de ese desayuno se mezcló entre nosotros y dejó entrever nuestras bocas adornadas con una sonrisa constante. Ambos queríamos lo mismo, hablar de nuestros sobrinos. Y eso hicimos, los recordamos en todos los sentidos. Tan pequeños e indefensos frente a un planeta nuevo y lleno de color.
En esos días, infectaste un poco mi cabeza con tus microbios. Ya no podía pensar en otro ser que no seas vos. Vos y tu enfermedad alocada. Me contagiaste y te contagie. El diagnóstico fue reservado. La cura no existe, pero si los besos y los abrazos directos al corazón. Tratamos de prevenir una epidemia con la rareza de nuestras risas. El deseo de tenernos cerca todo el tiempo nos puso en cuarentena. La elevada fiebre de volverse a encontrar una vez más, se reflejaba en el termómetro minuto a minuto.
Yo no quiero curarme amor. Pídeme que siempre estemos infectados de esta locura que nos hace bailar. Aquella que nos permite ver más allá de la pared que se le presenta al resto. Vos y yo, cómplices de mil y un carcajadas. Jamás permitamos que nos pesen los enojos, la distancia, la falta de ganas, el desamor. Que no muera la luna, las estrellas, la noche, el vino, el baile, el anhelo de nuestras bocas juntas. Que no sane nuestra enfermedad, porque es única.



