Un cerrojo y un cartel de clausurado en el pequeño bombeador. Aquel pedazo semihundido ubicado en un costado del frente. Es el que nos obliga a pasar por cosas bellas y otras no tanto, que mueve fronteras y las deshace cuando despertamos. Creador de sueños mágicos llenos de brisa y de sol, llenos de arco iris de amor.
Mis intentos por entrar fueron variando en el transcurso de ochenta y cinco días. Primero aplaudí porque no encontré el timbre, pero no salió nadie. De la forma más natural, comencé a golpear sus puertas y noté algunos rasguños en ellas, comencé a besarlos con desesperación.
Al otro día, volví al mismo lugar y en la puerta dejé un regalo lleno de confianza. En él puse un frasco con diferentes carcajadas, otro con ricos aromas y un último con caricias deseantes. Mi estado era inquieto y acelerado.
Una tarde, decidí pasar por allí. La puerta estaba entornada y quise entrar a curiosear. Alguien se asomó y dijo “No queremos alboroto, aquí solo hay tranquilidad”. Inmediatamente la puerta se cerró. En ella se podía leer un nuevo cartel: “Prohibido pasar, solo personal autorizado” y entre paréntesis “voladores abstenerse”.
Nada de eso me importó y seguí con mis intentos. De la azotea colgué una soga y comencé a subir. Ya en el techo, entré ensueños y bailé un rato en la lluvia descalza. Cuando desperté me di cuenta que dormida había removido un poco de tierra, entonces me dediqué a sembrar alelíes. Millones de semillas cayeron por agujeros, todos mis cuidados fueron sinceros pero ninguno brotó.
Una noche logré entrar a un especie de jardín de invierno. Miré alrededor y encontré una caja llena de cartas y regalos. Mis manos temblaban y mis latidos retumbaban en mi cien. Tomé una de ellas y pude leer: “Clara, como te quiero y te perdono”. Un poco más al final, se repetía una y otra vez la misma frase: “Clara, necesito un poco de tu amor francés”. No pude contenerme y abrí uno de los regalos. Elegí una caja muy pequeña y deteriorada. Era un collar que aún conservaba aroma a rosas. Lo use.
Creo que ese fue uno de los mejores días, yo era feliz. Esos archivos guardados habían acrecentado mis ganas de entrar. Volví a intentar, esta vez solo le pedí que mirara mis ojos, que en silencio observara el trayecto que habían recorrido y el tiempo que llevaban caminando hasta allí. Le advertí que ellos no lo buscaban pero que lo habían encontrado.
Como un tornado quería arrasar con sus puertas cerradas, sus enormes candados y ventanas enrejadas. Y grité: “Salí, salí, vamos a jugar”. Volví a gritar conteniendo las ganas de volar: “Abrí, te estoy esperando”, “Dale, que la luna es nuestra esta noche”. Corrí catorce vueltas a la manzana gritando insistentemente y ya casi instintivamente me paré en la puerta. Por el agujero de la cerradura susurré: “Es que yo te quiero”. En el silencio, pude escuchar a los grillos repetir lo mismo. Tomé mi valija y partí. Un largo camino a casa me esperaba.
La caminata apachuchó y estrujó mi esponja bombeadora hasta que cayeron decenas de lágrimas. En fin, me di cuenta que ese corazón estaba algo cerrado.
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